El sonido de las letras

9.5.08

Burla agendada

De niño siempre creí firmemente que los adultos disfrutaban con mi ridículo. Ciertamente el embarrarle la cara a un niño de seis años con su propio pastel mientras apaga las velitas, y encima mearse de la risa, no es el gesto más amable que le he conocido a alguien.

Eso sin olvidar la infancia más temprana, cuando nos hacen repetir palabras difíciles (o altisonantes, en un arranque de naquéz) sabiendo que obtendrán a la hora de la reproducción, cierto balbuceo ininteligible que terminará siendo el nefasto atractivo de las reuniones familiares: “Ebos budo” dice el niño de dos años, mientras el primo ñoño de nueve se escandaliza. “No, pus si te digo que es un cabroncito” repone el responsable padre a la vez que ayuda a su chiquitín para que forme sus caracolitos con la mano.

Y por favor, no dejemos atrás el gran festín, donde se puede ver a detalle el impulso de venganza y arbitrariedad adulta hacia la niñez: el festival del día de las madres en las escuelas primarias. Creo que no fui conciente de toda esta malicia sino hasta hoy, cuando me sorprendí riendo con una sutil saña de mi hermano menor.

La cita fue a las ocho y media de la mañana, aunque el festival comenzó a las nueve, siguiendo la milenaria tradición de la impuntualidad en este tipo de eventos. En la entrada, decenas de mamás haciendo fila platicando entre ellas de lo retrasadas que llegarían al trabajo y sobre el altísimo precio que tuvo el trajecito típico de oaxaqueño que ostentaría su hijito de tercer grado. De hecho, una señora regordeta, moviendo insistentemente la cabeza y cacareando de forma hostil para hacer patente su desagrado, le comentaba a la de enfrente: “la maestra dijo que de crepé no, pero yo le dijé que no haría el gasto nomás pa´ que mijo se lo ponga una vez y luego lo deje…está creciendo muy rápido y… cua cua cuacua cua cuacuacua…”. Pero eso sí, todas muy formaditas, ansiosas por el comienzo del espectáculo.

Van llegando a la pista de baile (la cancha de baloncesto de la escuela) los niños de quinto año con sus flamantes trajes rocanroleros: Ellas con faldas brillantes, diademas de algodón y luciendo sus percudidas calcetas blancas que usan a diario con el uniforme; ellos con pantalón de mezclilla, camiseta blanca, lentes oscuros y el cabello tieso. El rock de la cárcel, Popotitos, El rock del angelito y Agujetas de color de rosa mezcladas sintonisón de forma poco melodiosa, son el fondo que marca a los niños el cambio de paso en el baile. Justo en el centro y en la fila del frente, una niña muy bien peinada anima a sus compañeros con actitud de líder. Parece ser la nerd que dentro de algunos meses recibirá la bandera y marchará cada lunes con una sonrisa patética, casi presumiendo su inteligencia. Probablemente sea la misma niña que veamos dentro de poco, en el grupo selecto del cuadro de honor, haciendo doble o triple ridículo por gusto mientras recibe su diploma, en una ceremonia especial.

Después de un corte violento a la música y algunos aplausos hipócritas, sigue el turno del cuarto grado. Mi hermano tiene cara de disgusto y con justa razón. Yo me limito a sonreír, pensando: “Ni modo, chaparrín. A todos nos toca hacerle al payaso de niños y ahora yo estoy desde donde se arrojan los jitomatazos, muahahaha”. A la cachi cachi porra al ritmo del mambo es la condena que tendrán que pagar los angelitos. En esta ocasión, hay toda una ensalada de personajes. En la segunda fila, un niño muy menudito, acapara la vista del público meneando las caderas de forma singular y rítmica. Tiene cierto toque de delicadeza, que en el caso de conservarla, comenzará a ser causa de burla en la adolescencia. A dos metros de distancia, un rechoncho mantecón le da sabor al asunto haciendo brincar sus lonjas. La gente lo señala riéndose a carcajadas, como si se tratara de los mandriles en una jaula del zoológico. Él, al pensar que los aplausos dirigidos a su persona son por admiración, muy contento mueve el trasero de forma pintoresca. Un grupo de señoras maquilladas casi como payasos (aunque ellas crean que se ven muy monas), se salen de control y empiezan a mover los brazos alentando al pobre muchacho para seguir mofándose de él. Por las facciones, tal vez se trate de su santa madre y sus queridas tías, pero yo las miro con repudio… y luego con complicidad. Finalmente en la última fila, pegado al asta bandera, el muchachito alto a quien comienza a crecerle el bigote precozmente. El más bajo de sus compañeros debe llegarle a la altura de las costillas. Entre semana seguro que es el más popular entre las niñas, el más destacado en los deportes, y el más respetado por sus compañeros varones que temen a la tiranía que le proporciona su grandeza física. Pero hoy, es el chico al final del patio, carente de carisma, desangelado, moviendo los brazos con desgano. Su gesto es de aburrimiento y a la distancia pareciera que es el maestro de Educación Física enseñándole la rutina a sus pupilos.

Terminan su numerito e inmediatamente entran a escena los pequeños de segundo año. Aparentemente, el mejor número de todos: los niños todavía no desarrollan pena al ridículo, se nota el tiempo invertido para el montaje de la coreografía, y la corta edad del alumnado me arranca una sonrisa honesta y dulce. No han pasado ni dos minutos cuando desde última fila “Do-ña Gua-ca-ma-ya” se hace presente. Es una señorona de unos sesenta años incapaz de pronunciar cuatro palabras antes de que el aire de sus pulmones se acabe. El sonido que emite antes de cada inhalación es grotesco, algo entre asma y tartamudeo atropellado por las risas. “¡Miraaaaagggh aaaaaghh Miguelínggghhh coooooggghh jajajajajagghh cooomooooogggghhh mue jajajaggghh mueveeeeegggghhh su coliggghhh su colitaaaghh jajajagghh!”. Me da un poco de asco la flema silbante que con seguridad saldrá de su garganta dentro de un par minutos.

Mi hermano ya bailó, se me hace tarde para llegar a trabajar y decido que es demasiada burla para un solo día. Es como si todos nos congregáramos para vengarnos silenciosamente por las bufonadas de nuestra niñez y así siguiéramos con el ciclo de ese incesante martirio.

Regreso a mi casa preguntándome si en las escuelas privadas también se podrá apreciar todo este folclor. A lo mejor no. Quizás a los padres de familias acomodadas les basta con disfrazar a sus hijos de Pitufo, de Buzz Lightyear, o de Spiderman en pañales desde que cumplen su primer año de vida.

De niño siempre creí firmemente que los adultos disfrutaban con mi ridículo. Pero ahora, afortunadamente nadie tiene que llevarme la mano para hacer la seña de caracolitos cuando la risa de alguien me pone de mal humor.