El sonido de las letras

10.6.10

El pescadero

Mis días de infancia siempre fueron en el mismo entorno. Iba de mi casa a la escuela, de la escuela a mi casa, iba los lunes al tianguis con mi madre y sólo ocasionalmente salía de la colonia.

Por esa razón, cada detalle contenido en esa caminata de dos cuadras se quedó grabado en mi cabeza casi como un estigma: las rayas con forma de cocodrilo en la banqueta; el gran bloque de hielo para preparar raspados en la mercería que habìa a mitad de la calle; el saludo del señor de la papelería (que merece un escrito a parte por su carácter intelectual, mediocre y reaccionario); y El PESCADERO de la esquina.

Era un señor de unos treinta, cuarenta o cincuentaitanos, nunca lo supe. Moreno, estatura mediana, de buen humor y cordial hasta donde mis recuerdos lo alcanzan. Era una suerte de figura mítica para mí porque siempre me resultó un enigma cómo es que una persona pudiera dedicar su vida a vender peces muertos y andar todo el día entre aromas fétidos.

Sacaba una mesa frente a su casa y ahí ponía su mercancía. Un pedazo de tronco, varios cuchillos y una lima eran sus herramientas. La banqueta llena de escamas y una cubeta con intestinos, corazones y tal vez algunos páncreas de pescado eran los adornos de su negocio.

La verdad yo me divertía viendo como fileteaba la carne mientras daba su explicación (cual biólogo marino ante un especímen raro). Compartía recetas e ideas con mi madre para preparar el plato fuerte de la comida. Me dejaba tocar los ojos medio secos de los peces que parecían gelatinas a medio cuajar. Había cierta empatía entre nosotros y me hacía sentir el cliente más especial cuando me guardaba su famoso pez jorobado. Ni siquiera sé si es un pescado difícil de conseguir pero él hacía que pareciera más exclusivo que el caviar.

Pues bien, después de unos quince años he vuelto a verlo. En la misma esquina, con la misma mesa y con la misma cara eclipsada por el acné de treinta, cuarenta o cincuentaitantos años. Al acercarme escuché que silbaba una melodía desconocida mientras le metía cuchillo a un huauchinango. Volteó a verme y me sonrío. Sólo dijo un "Hola, guero" como si me hubiera visto el día anterior. Fue un saludo igual de familiar que el resto de la escena. Respondí con una sonrisa y un saludo brevísimo.

Me pregunto si el tiempo se ha detenido en mi colonia. Si el pescadero es realmente un ser sacado de un cuento o si mis días de infancia aún no han terminado...

2 Comentarios:

  • Awesome!

    Recadito escrito por Blogger Kaji, el lunes, junio 14, 2010 9:09:00 p.m.  

  • seguro ni sabías si era un huauchinango o no, jajajajaa... pero imagino la escena, tal cual la descripción.
    a veces la sensación del tiempo detenido pasa cuando regresamos a nuestros lugares. no sé qué es mejor, si saber que nada ha cambiado, o encontrarnos con muchos cambios.
    Creo que a veces la nostalgia prefiere un mundo estático.
    Mejor que tu infancia no termine :-)

    Recadito escrito por Blogger *Marianita*, el lunes, junio 14, 2010 10:34:00 p.m.  

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